POR: ANTÓN COSTAS*
El capitalismo no ha tenido buena
prensa a lo largo de su existencia. Excepto, quizá, en dos etapas. La primera
fue en sus inicios, allá por el siglo XVII, cuando aún no tenía este nombre
sino el de economía comercial. Es decir, la que hoy llamamos economía de
mercado. La segunda a mediados del siglo pasado, cuando después de la Gran
Depresión de los treinta y de la Segunda Guerra Mundial se reconcilió con la
democracia y el progreso social y cambió su nombre por el de economía social de
mercado.
Ahora ha vuelto a mostrar su peor
cara. Como ocurre cuando baja la marea, la crisis financiera del 2008 dejó al
descubierto conductas empresariales y financieras malolientes, fétidas,
incompatibles con la exigencia moral que Adam Smith había defendido para la
economía comercial o de mercado. Pero, más allá del rechazo moral de estas
conductas, el malestar con el capitalismo viene de otro frente: del deterioro
de las condiciones de vida y de la pérdida de expectativas de mejora de una
gran parte de las sociedades de los países desarrollados.
Este deterioro tiene dos causas
básicas. Por un lado, la fuerte caída de ingresos de los hogares. Un reciente
estudio de McKinsey Global Institute ( ¿Más pobres que sus padres?) señala que
entre el 65% y el 70% de los hogares de 25 países desarrollados, incluida
España, vieron como los ingresos procedentes de los salarios y de las rentas
del capital se estancaron o cayeron entre el 2005 y el 2014. Eso significa que
en estos países unos 580 millones de personas han visto empeorar tanto su
situación absoluta como en relación con el 25% de los hogares que han mejorado
sus rentas comparadas con las que tenían en el 2005. Algo va mal con el
capitalismo y los salarios. La distribución de rentas producidas actualmente
por los mercados es claramente perjudicial para las clases medias y bajas.
El otro frente del deterioro ha
sido el del empleo y, en particular, el de las condiciones laborales de una
gran parte de los trabajadores y empleados. La globalización comercial y la
innovación tecnológica han tenido parte de responsabilidad. El señuelo de
mayor autonomía y libertad para los trabajadores que ofrece el llamado
capitalismo digital de las grandes plataformas tecnológicas significa en
realidad una mayor precarización del trabajo. Pero en este deterioro ha
desempeñado un papel quizás más importante el desequilibrio en el poder de
contratación y negociación entre empleadores y empleados propiciado por la
desregulación de las relaciones laborales que se ha llevado a cabo en todos los
países desarrollados. El resultado es que capitalismo y ética del trabajo han
entrado en conflicto.
No es, por tanto, difícil
explicar el malestar con el capitalismo en este inicio del siglo XXI. Como
sucedió a finales del siglo XIX y primeras décadas del siglo XX, le han vuelto
a salir críticos por todos los lados. Desde la izquierda radical hasta el
conservadurismo de extrema derecha. Y en el terreno ideológico el malestar
viene tanto del mundo laico como del religioso, con el papa Francisco en primera
línea. En algunos lugares ese malestar ha llegado a crear movimientos populares
que se definen precisamente en relación con este malestar con el capitalismo.
Es el caso de la Candidatura d’Unitat Popular (CUP) en Catalunya.
El problema con las corrientes
anticapitalistas es que no pueden ofrecer una alternativa viable. El comunismo
no es ya una opción, al margen de que sus lamentables resultados económicos,
sociales y políticos están a la vista en los países del Este de Europa. Y los
modelos chavistas son el desiderátum de la incompetencia, la corrupción y el
autoritarismo de ese tipo de regímenes políticos.
¿Cuál es, entonces, la
alternativa real al actual malestar con el capitalismo? En mi opinión,
civilizarlo.
En primer lugar, civilizarlo en
relación con su propia dinámica interna, sometiendo sus tendencias monopolistas
a la disciplina de la competencia. El capitalismo global de este inicio del
siglo XXI es una mutación patológica de la economía comercial o de mercado. El
mercado puede ser defendido en términos de las virtudes éticas de la filosofía
moral. El objetivo de los mercados es la cooperación y el beneficio mutuo de
todos los participantes. Allí donde no produce ese resultado no se puede hablar
de mercado. Y, en segundo lugar, civilizarlo significa regular política y
socialmente la distribución del ingreso y de las condiciones de trabajo. No es
un camino fácil. Pero la combinación de economía de mercado, democracia y
sociedad civil exigente es la mejor medicina frente al actual malestar con el
capitalismo. Fuente: www.lavanguardia.com
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