Al inicio del tercer milenio, las
fuerzas de izquierda se debaten entre dos desafíos principales: la relación
entre democracia y capitalismo, y el crecimiento económico infinito
(capitalista o socialista) como indicador básico de desarrollo y progreso. En estas
líneas voy a centrarme en el segundo desafío (sobre el primero, ver
“¿Democracia o capitalismo?”, en Página/12 del 6 de enero pasado).
Antes de la crisis financiera,
Europa era la región del mundo donde los movimientos ambientalistas y
ecologistas tenían más visibilidad política y donde la narrativa de la
necesidad de complementar el pacto social con el pacto natural parecía tener
gran aceptación pública. Sorprendentemente o no, con el estallido de la crisis
tanto estos movimientos como esta narrativa desaparecieron de la escena
política y las fuerzas políticas que más directamente se oponen a la austeridad
financiera reclaman crecimiento económico como la única solución y sólo
excepcionalmente hacen una mención algo simbólica a la responsabilidad ambiental
y la sustentabilidad. Y, de hecho, las inversiones públicas en energías
renovables fueron las primeras en ser sacrificadas por las políticas de ajuste
estructural. Ahora bien, el modelo de crecimiento que estaba en vigor antes de
la crisis era el blanco principal de las críticas de los movimientos
ambientalistas y ecologistas, precisamente, por ser insostenible y producir
cambios climáticos que, según los datos la ONU, serían irreversibles a muy
corto plazo, según algunos, a partir de 2015. Esta rápida desaparición de la
narrativa ecologista muestra que el capitalismo tiene prioridad no sólo sobre
la democracia, sino también sobre la ecología y el ambientalismo.
Pero hoy es evidente que, en el
umbral del siglo XXI, el desarrollo capitalista toca la capacidad límite del
planeta Tierra. En los últimos meses, varios records de riesgo climático fueron
batidos en Estados Unidos, la India, el Artico, y los fenómenos climáticos
extremos se repiten con cada vez mayor frecuencia y gravedad. Ahí están las sequías,
las inundaciones, la crisis alimentaria, la especulación con productos
agrícolas, la creciente escasez de agua potable, el desvío de terrenos
destinados a la agricultura para desarrollar agrocombustibles, la deforestación
de bosques. Paulatinamente, se va constatando que los factores de la crisis
están cada vez más articulados y son, al final, manifestaciones de la misma
crisis, que por sus dimensiones se presenta como crisis civilizatoria. Todo
está vinculado: la crisis alimentaria, la crisis ambiental, la crisis
energética, la especulación financiera sobre los commodities y los recursos
naturales, la apropiación y la concentración de tierras, la expansión
desordenada de la frontera agrícola, la voracidad de la explotación de los
recursos naturales, la escasez de agua potable y la privatización del agua, la
violencia en el campo, la expulsión de poblaciones de sus tierras ancestrales
para abrir camino a grandes infraestructuras y megaproyectos, las enfermedades
inducidas por un medioambiente degradado, dramáticamente evidentes en la mayor
incidencia del cáncer en ciertas zonas rurales, los organismos genéticamente
modificados, los consumos de agrotóxicos, etcétera. La Conferencia de Naciones
Unidas sobre Desarrollo Sostenible realizada en junio de 2012, Río+20, fue un
rotundo fracaso por la complicidad mal disfrazada entre las élites del Norte
global y las de los países emergentes para dar prioridad al lucro de sus
empresas a costa del futuro de la humanidad.
En varios países de América
latina, la valorización internacional de los recursos financieros permitió una
negociación de nuevo tipo entre democracia y capitalismo. El fin (aparente) de
la fatalidad del intercambio desigual (las materias primas siempre menos
valoradas que los productos manufacturados), que encadenaba a los países de la
periferia del sistema mundial al desarrollo dependiente, permitió que las
fuerzas progresistas, antes vistas como “enemigas del desarrollo”, se liberasen
de ese fardo histórico, transformando el boom en una ocasión única para
realizar políticas sociales y de redistribución de la renta. Las oligarquías y,
en algunos países, sectores avanzados de la burguesía industrial y financiera
altamente internacionalizados, perdieron buena parte del poder político
gubernamental, pero a cambio vieron incrementado su poder económico. Los países
cambiaron sociológica y políticamente, hasta el punto de que algunos analistas
vieron la emergencia de un nuevo régimen de acumulación, más nacionalista y
estatista, el neodesarrollismo, sobre la base del neoextractivismo.
Sea como fuere, este
neoextractivismo se basa en la explotación intensiva de los recursos naturales
y, por lo tanto, plantea el problema de los límites ecológicos (para no hablar
de los límites sociales y políticos) de esta nueva (vieja) fase del
capitalismo. Esto es tanto más preocupante en cuanto este modelo de
“desarrollo” es flexible en la distribución social, pero rígido en su
estructura de acumulación. Las locomotoras de la minería, del petróleo, del gas
natural, de la frontera agrícola son cada vez más potentes y todo lo que se
interponga en su camino y obstruya su trayecto tiende a ser arrasado como
obstáculo al desarrollo. Su poder político crece más que su poder económico, la
redistribución social de la renta les confiere una legitimidad política que el
anterior modelo de desarrollo nunca tuvo, o sólo tuvo en condiciones de
dictadura.
Por su atractivo, estas
locomotoras son eximias para transformar las señales cada vez más perturbadoras
de la inmensa deuda ambiental y social que generan en un costo inevitable del
“progreso”. Por otro lado, privilegian una temporalidad que es afín a la de los
gobiernos: el boom de los recursos naturales no va a durar para siempre y, por
eso, hay que aprovecharlo al máximo en el más corto plazo. El brillo del corto
plazo oculta las sombras del largo plazo. En tanto el boom configura un juego
de suma positiva, quien se interpone en su camino es visto como un ecologista
infantil, un campesino improductivo o un indígena atrasado, y muchas veces es
sospechado de integrar “poblaciones fácilmente manipulables por Organizaciones
No Gubernamentales al servicio de quién sabe quién”.
En estas condiciones se vuelve
difícil poner en acción principios de precaución o lógicas de largo plazo. ¿Qué
pasará cuando el boom de los recursos naturales termine? ¿Y cuando sea evidente
que la inversión de los recursos naturales no fue debidamente compensada por la
inversión en recursos humanos? ¿Cuando no haya dinero para generosas políticas
compensatorias y el empobrecimiento súbito cree un resentimiento difícil de
manejar en democracia? ¿Cuando los niveles de enfermedades ambientales sean
inaceptables y sobrecarguen los sistemas públicos de salud hasta volverlos
insostenibles? ¿Cuando la contaminación de las aguas, el empobrecimiento de las
tierras y la destrucción de los bosques sean irreversibles? ¿Cuando las
poblaciones indígenas, ribereñas y de los quilombos (afrobrasileños) que fueron
expulsadas de sus tierras cometan suicidios colectivos o deambulen por las periferias
urbanas reclamando un derecho a la ciudad que siempre les será negado? Estas
preguntas son consideradas por la ideología económica y política dominante como
escenarios distópicos, exagerados o irrelevantes, fruto de un pensamiento
crítico entrenado para dar malos augurios. En suma, un pensamiento muy poco
convincente y de ningún atractivo para los grandes medios de comunicación.
En este contexto, sólo es posible
perturbar el automatismo político y económico de este modelo mediante la acción
de movimientos y organizaciones sociales con el suficiente coraje para dar a
conocer el lado destructivo sistemáticamente ocultado del modelo, dramatizar su
negatividad y forzar la entrada de esta denuncia en la agenda política. La
articulación entre los diferentes factores de la crisis deberá llevar
urgentemente a la articulación entre los movimientos sociales que luchan contra
ellos. Se trata de un proceso lento en el que el peso de la historia de cada
movimiento cuenta más de lo que debería, pero ya son visibles articulaciones
entre las luchas por los derechos humanos, la soberanía alimentaria, contra los
agrotóxicos, contra los transgénicos, contra la impunidad de la violencia en el
campo, contra la especulación financiera con productos alimentarios, por la reforma
agraria, los derechos de la naturaleza, los derechos ambientales, los derechos
indígenas y de los quilombos, el derecho a la ciudad, el derecho a la salud, la
economía solidaria, la agroecología, el gravamen de las transacciones
financieras internacionales, la educación popular, la salud colectiva, la
regulación de los mercados financieros, etc.
Tal como ocurre con la
democracia, sólo una conciencia y una acción ecológica vigorosas,
anticapitalistas, pueden enfrentar con éxito la vorágine del capitalismo
extractivista. Al “ecologismo de los ricos” es preciso contraponerle el
“ecologismo de los pobres”, basado en una economía política no dominada por el
fetichismo del crecimiento infinito y del consumismo individualista, sino en
las ideas de reciprocidad, solidaridad y complementariedad vigentes tanto en
las relaciones entre los seres humanos como en las relaciones entre los humanos
y la naturaleza. Fuente: Pagina12
* Director del Centro de Estudios
Sociales de la Universidad de Coimbra, Portugal.
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