Luis Royo @luis__royo
Aunque no es agradable reconocerlo, a nadie se le escapa que
el consumo de masas en la época en la que vivimos en el mundo desarrollado
-llamémosle ‘modernidad’- se basa en adquirir nuevos productos y tirar, o como
mínimo arrinconar, los que, después de dichas compras, quedan obsoletos e
inútiles. No hay más que rebobinar pocos años en el tiempo para dar con
teléfonos móviles sin apps (mi favorito es el Alcatel One Touch Easy),
televisores sin plasma, radiocasetes, discmans, play stations o el Pentium que
compramos hace años para informatizarnos como Dios manda y ser ‘modernos’ de
una vez por todas. Todos esos artículos pertenecen al inabarcable e imparable
club de los residuos materiales. Pero hay mucho más. En el ensayo ‘Vidas
desperdiciadas’, el reconocido catedrático de Sociología y premio príncipe
de Asturias de Comunicación y Humanidades en 2010, Zygmunt Bauman,
se centra en otro tipo de ‘residuos’ no menos importantes: los ‘residuos
humanos’.
En las primeras páginas del libro, el autor anuncia que estamos
atravesando una crisis de “la industria
de la eliminación de residuos humanos”. Explica que el panorama ha cambiado
radicalmente. Hasta hace pocos años, las grandes potencias depositaban en sus
colonias o en otras tierras menos desarrolladas los habitantes que querían
desechar por diferentes motivos. Francia, como recuerda el ensayo,
trasladó después de la Comuna de París a ciudadanos conflictivos hasta Nueva
Caledonia. A finales del siglo XIX sucedió algo similar con trabajadores de
la industria que tuvieron que ir de Gran Bretaña a Canadá para
que múltiples agricultores, tras ser arrancados de sus tierras, ocupasen sus
puestos.
Sin embargo, Bauman afirma sin ningún tipo de reparo que hoy
en día estos procesos son inviables dado que “nuestro planeta está lleno”. Ya no hay territorios carentes de
administración soberana y, de este modo, abiertos a la colonización, al
asentamiento de gente y a convertirse en vertederos humanos. Ya no hay una
solución global para un ‘problema’ de superpoblación local. Mientras,
sostiene que la producción de ‘residuos’ con cara, pies y ojos sigue aumentando
en nuestros días a un ritmo frenético. En cambio, “la capacidad de gestionarlos” no crece al mismo paso. Allí recae
este inquietante particular.
Según ‘Vidas desperdiciadas’, los ‘desechos humanos’ son
aquellas personas excluidas, que no encajan en el modelo de convivencia que ha
sido generalizado en buena parte del mundo moderno y diseñado por no se sabe
quiénes. En concreto, Bauman ahonda en la situación de refugiados, inmigrantes
por motivos económicos y de jóvenes sin grandes perspectivas de futuro y que,
por citar un ejemplo que aparece en el ensayo, deben elegir el trabajo que se
le presente por delante, sí o sí. En este último caso, resultan espeluznantes
las estadísticas que el libro saca a relucir en torno al crecimiento de las
depresiones en los últimos años.
Como muestra de todo ello, el sociólogo expone que los
llamados ‘residuos humanos’ están siendo utilizados por gobiernos de países
desarrollados –cita casos de Estados Unidos y Reino Unido- para crear temor
entre la población con el objetivo de que sus habitantes no residuales sean
conscientes de la existencia de una inseguridad latente (amenazas terroristas,
conflictos callejeros…) contra la que los estados se deben enfrentar para
garantizar el orden. Bauman argumenta que países del mundo moderno -que han
perdido el poder económico del que ahora gozan fuerzas internacionales y que,
como consecuencia de la desregularización del mercado laboral o de la globalización,
no son capaces de garantizar el Estado del Bienestar- deben apoyarse en nuevas
fórmulas para legitimar su autoridad. Es decir, su razón de ser. He ahí, a
juicio del sociólogo, la lucha contra determinado tipo de terror acentuado por
los propios gobernantes en su agenda política.
Ante esta situación, Bauman señala que los problemas
generados de forma global, como el aumento en la ‘producción de desechos
humanos’, precisan de soluciones locales, dado que no quedan ‘vertederos’ en el
exterior de los países modernos. De esta forma, el sociólogo expone en ‘Vidas
desperdiciadas’ una serie de iniciativas locales que ya pueden observarse con
frecuencia en múltiples estados: más represión interna, más defensa en las
fronteras para evitar el flujo de refugiados, más políticas de tolerancia cero,
más largas condenas de prisión, más circuitos cerrados de televisión, más
ataques preventivos, más arrestos cautelares, más guardias de seguridad, más
controles en aeropuertos y más vigilancia en los guetos.
En la última y brillante parte del ensayo, Bauman amplía su
análisis de los residuos. Indica cómo la ‘cultura del desecho’ está
expandiéndose a áreas como las relaciones humanas, el consumo, el mundo laboral
o el arte. Para ello se sirve del concepto que, bajo el nombre de ‘modernidad
líquida’, desarrolla en otros libros y que se fundamenta en postulados como “nada en el mundo está destinado a perdurar,
y menos aún a durar para siempre” o “todo
nace con el sello de la muerte inminente, con fecha de caducidad”. Lo
efímero como patrón.
Con su característico lenguaje irónico y con citas
literarias de autores de la talla de Jorge Luis Borges, Bauman, en ‘Vidas
desperciadas’, nos ofrece un ensayo que, pese a recurrir a un pesimismo que
roza en ocasiones los horizontes más catastróficos, nos hace reflexionar sobre
algunos de los fracasos sociales del mundo moderno. Tal vez no encontremos
ninguna solución mágica a la situación de los ‘residuos humanos’, pero al menos
el toque de atención está más que dado, especialmente a aquellos defensores a
ultranza de los avances, de la globalización y de la producción de riqueza en
Occidente. Hemos tirado móviles sin Internet después de comprar nuevos
smartphones y olvidarnos de que la exclusión social genera otra ‘basura’ que, al
igual que un viejo teléfono, no suele ser bien aceptada en nuestros entornos
más cercanos.
Fuente: www.atendiendoarazones.com
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