María
Rosa Aguada Bertea trabaja hace 7 años en una ONG que promueve el respeto del
ambiente desde la escuela. Cómo nos cambia cuidar un árbol.
Comenzó, cuando estaba cursando
el cuarto año en el colegio Nuestra Señora del Sagrado Corazón de barrio
Crisol, María Rosa Aguada Bertea comenzó como voluntaria de la Fundación
Ambiente, Cultura y Desarrollo (Acude), una organización ambientalista
cordobesa con sede en barrio Colón.
Hasta allí la acercó Federico
Kopta, uno de sus profesores de la especialidad en ciencias naturales. Desde
ese momento, se convirtió en una voluntaria comprometida con la educación
ambiental. Aprendió a tabular encuestas, a hacer un vivero y a practicar la
paciencia ante el lento crecimiento del mistol que le tocó investigar.
Un año después, su participación
en una campaña organizada por un colectivo de entidades ambientalistas para
impedir el ingreso de material radiactivo de Australia a nuestro país, le hizo
cambiar su perspectiva sobre la relación entre ambiente y política. “Aprendí que hay dos vías: una es la política
que es a corto plazo y otra es la educación que es una apuesta a largo plazo”,
explica.
Entre relatos de mistoles y
tabaquillos, evoca el primer árbol que plantó, cuando tenía 10 años. “Fue un ficus, que ahora está enorme. Es muy
simbólico plantar un árbol, más aún si uno lo hace con una persona que uno
quiere, porque afianza lazos. Uno construye un vínculo afectivo y espiritual
con el árbol y con la persona. Uno aprende a valorar la vida desde otra
perspectiva. Es difícil explicar esto en un mundo tan materialista, pero yo lo
siento así”, agrega convencida.
La misma intensidad que ella
menciona quizá sea la que sienten algunas maestras cuando plantan árboles con
sus alumnos, en el marco del programa Educar Forestando.
“Me sorprende cuando las seños me cuentan que recuerdan a los alumnos
con quienes plantaron un árbol y hasta saben con exactitud en qué lugar lo
hicieron. Los chicos también lo recuerdan como algo importante en sus vidas,
aprenden a cuidarlos y a valorarlos”, dice.
Animadora de maestros. María Rosa
se autodefine como una especie de animadora de docentes, muchas de las cuales
parecen haber bajado los brazos ante tanto trabajo por hacer.
“Las llamo para incentivarlas a retomar su trabajo a través del Programa
Educar Forestando. En general están muy movilizadas y conocen los problemas
ambientales de los lugares donde viven. Y esto me motiva porque sé que ellas
llegan a muchos chicos. Algunas también están cansadas, trabajan muchas horas y
protestan porque están llenas de proyectos y no les alcanza el tiempo. Les digo
que no bajen los brazos, que confíen en los cambios”, asegura.
Su agudeza para disparar la
reflexión sorprende cuando relata sus experiencias con docentes rurales. Como
aquel maestro de la localidad Aguas de Ramón, que no tenía agua para regar los
árboles porque sólo le traían dos camiones por semana de Cruz del Eje. “Y aún así se las arregla para regar el
vivero. Este tipo de actitudes me afianzan en mi vocación. Estoy en quinto año
de la carrera de ciencias biológicas y cuando me reciba quiero trabajar con los
chicos del nivel medio, porque los jóvenes son agentes de cambio. Cuando uno ve
el problema no puede dejar de hacer algo para intentar resolverlo. Y el
problema no es solamente la desvalorización de los recursos naturales sino
también de las personas, porque no es sólo que están desmontando sino las
actitudes que hay detrás”, dice.
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