El
problema del despilfarro de alimentos está determinado por el sistema económico
dominante y por una organización social fundamentada en una estructura propia
de provisión de alimentos. Todo ello impulsado por la cultura consumista
inherente al sistema capitalista, pero es preciso abordar, también, esta
problemática desde el ámbito cultural para comprender que no es una cuestión
completamente ajena al común de los consumidores. Tal y como señala Tim Lang
(profesor de política alimentaria en la City University de Londres):
La comida
sale a borbotones de la maquinaria de los supermercados y acaba inundando a los
consumidores. Éstos son cómplices voluntarios: el modelo de abundancia de
comida es intrínseco a la cultura de consumo. La oferta está dictando la
demanda; la cola está moviendo al perro.
Alguna práctica resultante de este
sistema económico es la destrucción de excedentes, a través de la cual se
pueden defender los precios de los alimentos. Otras destacables pueden ser las
pérdidas que se generan en el transporte, restaurantes, comedores o el papel de
los supermercados que incitan de forma clara a un sobreconsumo que pretende
elevar las compras por encima de nuestras necesidades reales y de un consumo
responsable.
Los países pobres son los que más
sufren esta deriva consumista que provoca una escasez de alimentos para una parte
importante de sus habitantes. A su vez, en estos territorios empobrecidos, las
pérdidas de alimentos se producen fundamentalmente en la primera etapa de la
cadena alimentaria, en la fase de producción. La ausencia de infraestructuras
aptas para unas condiciones de refrigeración y almacenamiento necesarias, así
como el bajo nivel tecnológico condenan doblemente a estos países. Sin embargo
se puede observar que en los países industrializados, las pérdidas se
concentran alrededor de un 40% en la distribución y en la fase de consumo
final.
Una relación evidente entre el
despilfarro generado en los países enriquecidos y su repercusión en los países
más pobres la encontramos en los precios de cereales como el trigo, el arroz o
el maíz. Estos cereales tienen precios globales que determinan el coste de
estos alimentos en los mercados asiáticos o africanos del mismo modo que lo
hacen para los supermercados europeos o norteamericanos.
La cantidad de cereales que los
países ricos importan y exportan depende de la cantidad que se consume en el
interior de estos pero también de la que se tira a la basura. Esto tiene una
relación directa con la penuria alimentaria que existe en los países empobrecidos,
ya que si desde occidente se envían al cubo de la basura millones de toneladas
de cereales, esta práctica conllevará que existan menos cereales disponibles en
el mercado mundial.
Esto también genera una mayor
presión sobre los suministros de alimentos mundiales, lo que supone una subida
de precios que repercutirá negativamente en la capacidad de las personas pobres
para poder comprar una cantidad de alimentos suficiente para sobrevivir.
Llegados a este punto es conveniente destacar la siguiente afirmación de
Tristam Stuart (uno de los mayores expertos en las cuestiones sociales y
medioambientales de la alimentación): Dado que el suministro de alimentos se ha
convertido en un fenómeno global y especialmente cuando la demanda es mayor que
la oferta, tirar alimentos al cubo de la basura equivale verdaderamente a
detraerlos del mercado mundial y quitárselos de la boca a quienes pasan hambre.
Esta es una de las consecuencias
ocasionadas por tratar la comida como una mera mercancía de consumo absolutamente
desposeída de valores y en muchos casos de calidad, que obedece únicamente a
una lógica y a unas reglas económicas del mercado.
Otra grave consecuencia es la
huella del desperdicio de alimentos o lo que es lo mismo: el daño a los
recursos naturales. Recientemente se ha llevado a cabo el primer estudio
-elaborado por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la
Agricultura o FAO, por sus siglas en inglés- sobre las consecuencias que tiene
la práctica del despilfarro alimentario para el clima, el uso del agua y el
suelo y la biodiversidad.[3] Pese a que la demanda de los países ricos puede
estimular la producción y por ende repercutir “positivamente” en la actividad
económica de los países empobrecidos; la creación de excedentes conlleva
perjuicios inasumibles cuando se alcanzan los límites ecológicos.
Hemos de ser conscientes de que
todos los alimentos que producimos pero que a posteriori no consumimos, gastan
un volumen de agua altísimo, y también conllevan la emisión de millones de
toneladas de gases de efecto invernadero que se acumulan en la atmósfera. Los
inconvenientes relacionados con el uso de la tierra, el agotamiento de los
recursos, etc., son cuestiones que se han de afrontar como una prioridad.
El pasado 16 de octubre se ha
celebrado el Día Mundial de la Alimentación en 150 países. El evento fue
llevado a cabo en la sede central de la FAO en Roma, ha dejado, una vez más,
una declaración de buenas intenciones que difícilmente podrán llevarse a cabo
dentro de los márgenes de la lógica económica dominante. La Ministra Italiana
de Política Agraria, Alimentaria y Forestal también abordó la problemática en
términos culturales ya que concluyó que: «la
reducción del desperdicio de alimentos no es en realidad sólo una estrategia
para tiempos de crisis, sino una forma de vida que debemos adoptar si queremos
un futuro sostenible para nuestro planeta».
El despilfarro es una variable
creada por el actual sistema económico pero de esto no se ha de deducir que el
plano individual es intrascendente. Esta deriva consumista se puede combatir
también como individuos concienciados del claro componente cultural de este
problema. Carlo Petrini -fundador y cabeza visible del movimiento internacional
Slow Food- señala que:
En un plano individual es más
fácil de lo que se piensa: no despilfarrar, recuperar las recetas, de las que
es rica nuestra tradición gastronómico-cultural, que aprovecha las sobras,
hacer la compra de manera equilibrada y precisa, no ceder a los engaños de la
gran distribución y de sus grandes ofertas, consumir preferiblemente productos
locales y de temporada, hacer más veces la compra, etc.
El movimiento Slow Food –que
actualmente cuenta con más de 100.000 miembros en 150 países- es una de las
plasmaciones del cambio desde abajo, desde la toma de conciencia como
individuos responsables. Este movimiento pretende modificar ciertos patrones
dietéticos poco saludables de los que somos partícipes, fundamentados en un
consumo elevado de carne muy procesada y ecológicamente destructiva. Slow Food
sólo es un ejemplo de práctica contracultural pero nos sirve para ilustrar la
idea de que cada uno de nosotros tiene una cuota de responsabilidad en esta
obscenidad alimentaria y medioambiental. Fuente: ecoportal.net
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