GUANACO SOMBRIANA, Argentina - Cansadas de que la sequía les
arrebate a sus hombres y mate sus animales, las mujeres de Guanaco Sombriana,
un pueblo del norte de Argentina, salen a pelear su destino aprovechando un
árbol que hasta ahora apenas daba sombra en estos paisajes áridos.
El campo de fútbol es un símbolo de esta región semiárida
del departamento de Atamisqui, 120 kilómetros al sur de Santiago del Estero,
capital de la provincia homónima.
Dos arcos de ramas secas enmarcan la vegetación rala de
cactus y arbustos bajos sobre el suelo blanco y salitroso que se extiende por
el distrito de unos 10.000 habitantes.
La cancha vacía tiene un significado igual de desolador: los
jugadores, maridos, hermanos, hijos y padres, volaron como trabajadores
“golondrinas”, esta vez a la cosecha de maíz y de arándano en el sur del país.
“Me llegué a quedar
sola con mis siete hijos hasta ocho meses por año. Para sobrevivir criaba
vacas, cabritos, lechones y gallinas. Vendíamos y algo nos quedaba para nuestro
consumo. Pero, como hace dos años venimos padeciendo una sequía, muchos
animales se han muerto”, cuenta Graciela Sauco.
Dicen que es la peor sequía de los últimos 10 años. No hay
dinero para forraje y los animales se mueren ante la impotencia de sus dueños.
Son campesinos pobres, con predios de hasta 50 hectáreas, heredados de sus
antepasados y que poseen en “ánimo de
dueño” (sin título de propiedad).
Tampoco se puede sembrar, como antaño, zapallo ni maíz para
los animales.
“Me gustaría que mis
hijos tuvieran un trabajo mejor, para que no vayan tan lejos. Los extraño”,
dice Sauco entre sollozos.
“El último hijo se fue
hoy a la desflorada (de maíz) en Buenos Aires. Viven en casitas prefabricadas,
pasan calor, duermen en catres”, se lamenta Eleuteria Ledesma.
Para las fiestas de fin de año, “no les dieron permiso para venir”, lo que entristece más a las
mujeres de Guanaco Sombriana.
Pero ahora albergan
una esperanza.
Una década atrás se organizaron en la Asociación de Pequeños
Productores de las Salinas Atamisqueñas (APPSA Guanaco), hoy integrada por 80
familias en esta aldea de 566 habitantes.
Los comienzos fueron difíciles, recuerda Lastenio Castaño,
asesor técnico de la Subsecretaría de Agricultura Familiar del Ministerio de
Agricultura, Ganadería y Pesca de Argentina.
“No hay agua a veces
ni para el consumo de las personas, menos para los animales o para sembrar.
Aquí lo único que se da es ganado caprino”, observa. Pero, “pese a ser un animalito muy aguerrido, en
estos últimos años ha habido mucha mortandad”.
La biodiversidad del monte (bosque de arbustos bajos),
tampoco ayuda para “emprender alguna
cuestión productiva”, señala a Tierramérica. “Hay muy poca variedad de especies”.
Los campesinos tenían la ilusión de que el galpón de adobe
que construyeron fuera “un lugar para
acopiar frutos del monte y granos para hacer un alimento balanceado para sus
animales”, recuerda Castaño.
APPSA, con apoyo de la Subsecretaría y de la Unidad para el
Cambio Rural (UCAR), tiene además un pequeño molino para extraer harina de las
vainas del algarrobo blanco (Prosopis alba) y negro (Prosopis nigra), típico de
la región y presente hasta en las
canciones folklóricas santiagueñas.
Las vainas solo se usaban en Guanaco Sombriana como alimento
de ganado en épocas críticas. La Asociación tomó cursos de producción de harina
de algarroba y alimentos panificados, de moda en tiendas naturistas y ferias
orgánicas.
La harina es aromática y dulce, con sabor similar al cacao,
rica en fibras, proteínas, fósforo, potasio, calcio, hierro, pectina, varias
vitaminas y taninos.
“Antes molíamos las
vainas con mortero. Con el nuevo molino molemos un montón en poco tiempo. No
solo vainas, sino todo lo que queramos, también el maíz”, explica Lili
Farías.
Tierramérica llegó a la sede de APPSA un día de diciembre de
trabajo febril, en plena época de cosecha.
Una camioneta cargada de bolsas con vainas estaciona en la
puerta. La Asociación ahora tiene recursos para comprar cosecha a otros
poblados.
Las mujeres pesan las bolsas y llevan las cuentas en un
cuadernito. Otras muelen, en una carrera contra el tiempo. La temperatura llega
a 50 grados en esta época del año y las vainas pueden “abicharse”, explican.
Para hacer sus cuentas usan la calculadora de los teléfonos
celulares, que “solo sirven para eso y
para sacar fotos, porque no tenemos señal”, se queja Marcela Leguizamón.
Cada socia aporta una botella de agua de sus aljibes. Toman
mate, la típica infusión de yerba mate, y festejan unos 2.000 kilogramos de
harina.
“Esto ha sido un paso
muy importante para la Asociación, que ha crecido y está más independiente;
tenemos fondos para manejar. Antes nos arreglábamos con las cuotas de los
socios o rifas. Ahora, con la venta de la harina nos queda ganancia”, dice
Claudia Rojas.
Castaño señala que es necesario mejorar la distribución
comercial, el transporte y servicios básicos como electricidad y agua.
Pero APPSA se ha convertido en un interlocutor más fuerte
para plantear sus demandas a las autoridades.
Con un fondo rotatorio de unos 21.000 dólares para esta y
otras comunidades, APPSA puede comprar
alimentos para el ganado y otorgar microcréditos para alambrado de corrales y
construcción de aljibes, entre otras necesidades.
El fondo rotatorio se financia a través del Programa de
Desarrollo de Áreas Rurales de UCAR, que tiene alcance nacional y se destina a
“contribuir a la cohesión social y
productiva” de los campesinos, con énfasis en las economías regionales.
Las asociadas de APPSA sueñan con computadoras “para tener
un registro de todo” porque los “papelitos
a veces se traspapelan”, señala Leguizamón.
Los ingresos de cada familia comienzan a mejorar. Se emplean
en comida, ropa o motocicletas, el medio de transporte por excelencia en esta
región de caminos a veces intransitables.
“Estamos viendo que
jóvenes que se van como golondrinas se queden aquí a trabajar con los frutos
del monte. ¿Para qué van a trabajar otras tierras, pudiendo aprovechar lo que
tenemos aquí?”, cuestiona Farías.
Se estima que 75 por ciento de la superficie argentina es tierra seca y
40 por ciento de esa área ya manifiesta síntomas de desertificación.
El gobierno quiere extender el proyecto a otras regiones con
algarrobo autóctono.
En San Gerónimo, situado en el vecino departamento de
Loreto, se replica una experiencia similar.
Teolinda Coronel, su hija, su sobrina y una nieta se van al
monte a cosechar vainas de algarroba a las 6.30 de la mañana.
“Traemos el termo,
tomamos mate y volvemos al mediodía. Para esa hora cada una ha juntado 35 kilos
o más”, explica. La cosecha recomienza a las cinco de la tarde, cuando baja
el sol lacerante.
Ella espera que los hijos vuelvan. Con lo que ganan como
golondrinas “no pueden ni pagar sus
cuentas”. Y con las vainas han podido comprar ropa, zapatos o ayudar a sus
madres.
El recorrido por las zonas donde la vaina de algarroba se ha
vuelto oro termina en una mesa con alfajores, budines y bizcochuelos,
acompañados de la bebida aloja y del dulce arrope de chañar, otro árbol
leguminoso de la zona.
Estos frutos traen
también ganancias que no se anotan en los cuadernos.
“Antes estaba en casa
estresada pensando cómo hacer unas moneditas y ahora vienen a mi casa a comprar
mis productos, conozco otros lugares, otras personas”, cuenta Graciela
Ardiles, productora de la localidad de Arraga, que antes trabajaba limpiando
casas ajenas.
“Ahora tengo mi
carrera laboral independiente. Y mis hijos podrán estudiar, como yo no pude”,
remata. Fuente: ipsnoticias.net