Los científicos “cazadores de virus” llevan más de diez años
alertando sobre nuevas enfermedades, consecuencia de la deforestación global.
El asedio a los ecosistemas naturales, como muestra el Coronavirus, cuesta
vidas y desata una recesión financiera internacional. Marina Aizen documenta
los brotes similares de distintas zonas, traza una raíz común y piensa en las
latencias de nuestra región.
La aparición de esos raros virus nuevos, como el coronavirus
COVID-19, no es otra cosa que el producto de la aniquilación de ecosistemas, en
su mayoría tropicales, arrasados para plantar monocultivos a escala industrial.
También son fruto de la manipulación y tráfico de la vida silvestre, que en
muchos casos está en peligro de extinción.
Hace más o menos una década, los científicos vienen
estudiando la relación entre la explosión de las enfermedades virales y la
deforestación. Esto no se puede apreciar mientras una topadora avanza contra un
monte cargado de vida, sino que se revela recién cuando empiezan a aparecer
síntomas extraños en las personas, malestares que antes no se conocían.
Este fenómeno está documentado en muchos países, que van
desde el el Sudeste asiático hasta América latina, y cada uno tiene sus
características, complejidades y dinámicas. Sin embargo, en el fondo se trata
siempre de lo mismo: de cómo nuestra visión extractiva del mundo vivo está
llevando a la humanidad a una encrucijada en la que pone en jaque a su propia
existencia. Es algo que no se arregla con alcohol en gel.
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Carlos Zambrana-Torrelio es un científico boliviano,
vicepresidente de EcoHealth Alliance, una organización con sede en Nueva York
que monitorea la relación entre la vida silvestre y las enfermedades
emergentes. Él anda siempre recorriendo zonas calientes, uniendo los puntos de
las crisis epidémicas y el ambiente en el que se desarrollan. Y cuenta que todo
el tiempo en todo el mundo hay saltos zoonóticos (de virus que van de los
animales a los humanos), pero no siempre alcanzan la fama internacional, ya sea
porque la enfermedad ha sido contenida o porque no se han dado las condiciones
para que se propague.
En junio del año pasado, por ejemplo, se registró en Bolivia
un foco de un nuevo patógeno, llamado Chapare Virus. Se había identificado por
primera vez en 2003 en Cochabamba, en una zona desmontada para plantar arroz,
que suele ser cosechado a mano, lo que implica que la gente que trabaja en su
recolección vive cerca de la zona de cultivos. Cultivos que, a su vez, atraen a
ratones portadores del virus que causa una fiebre hemorrágica. Y que es
transmisible de humano a humano.
Sorpresivamente, unos 16 años después, apareció en una
salita de emergencias en las afueras de La Paz un señor con síntomas que los
médicos no conocían, por lo que no tomaron la precaución para protegerse.
Enseguida, el señor se murió, dos médicos que lo atendieron, también. Tres
muertos en dos semanas. Cómo viajó el virus del campo en la región tropical a
los Andes, es un misterio.
Zambrana-Torrelio trabaja en Africa, particularmente en
Liberia y Sierra Leona, donde el brote del ébola sorprendió a todo el mundo por
su ferocidad. Allí la emergencia de la enfermedad tuvo como causa principal la
fragmentación del bosque tropical. Eso hizo que se juntaran muchas especies
distintas de murciélagos en los pocos árboles que quedaban en pie y empezaran a
convivir hacinados en ellos. Esta mezcla de especies, que no habían
interactuado antes en el ambiente, fue el caldo de cultivo de lo que pasó
después.
Un día, un niño encontró un murciélago en el suelo y se lo
llevó a su mamá para que se lo cocinara. Se presume que la mujer pudo haber
tenido heridas en la mano. Y el contacto de los fluidos del animal con la
sangre humana fue suficiente como para que se desencadenara una epidemia en una
población altamente vulnerable. Entre 2014 y 2016 se registraron 28.600 casos
de infección y 11.325 muertes por ébola, según cifras del Center for Desease
Control (CDC) de los Estados Unidos.
“Pero todo empezó por la deforestación”, señala Zambrana-Torrelio.
“En Borneo, la fragmentación del bosque está causando el incremento de la
malaria. Y la razón es porque en lugares abiertos, hay mayores huecos donde se
acumula agua. Los mosquitos se reproducen y aumentan los casos en la gente que
está en ese lugar poniendo palma para hacer aceite”, agrega el cazador de
virus.
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La aparición de enfermedades zoonóticas no es un fenómeno
nuevo, pero parecen ir en aumento. El autor David Quammen explora las razones
en su libro Spillover: Animal Infections And The Next Human Pandemic (Derrame:
Las infecciones animales y la próxima pandemia humana). Sostiene que una enorme
población humana, sumada a una enorme población de ganado, a la destrucción de
los hábitats naturales y los ecosistemas alterados, resulta en un combo que
podría convertirse fácilmente en una diatriba sobre la venganza de la
naturaleza contra la humanidad.
En un reportaje a la National Public Radio de Estados
Unidos, Quammen señaló que las personas somos el vínculo común en todas las
zoonosis: “Nosotros somos tan abundantes y tan perturbadores en este planeta…
Estamos talando los bosques tropicales. Nos estamos comiendo la vida silvestre.
Cuando entras en un bosque y sacudes los árboles, literal y figuradamente, los
virus se caen de ellos”.
El desmantelamiento de sistemas boscosos ocurre a gran
escala desde hace dos o tres décadas, empujado por la globalización, el
capitalismo y la gran industria alimentaria. Por ejemplo, todos consumimos
aceite de palma porque está presente en productos que van desde los cosméticos
a las papas fritas sin grasas trans o el Nutella y el biodiésel. Lo que no
sabemos es que esos productos conllevan, además de la desaparición de especies
carismáticas como los orangutanes, virus que se contagian.
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En la Argentina, la transformación de ambientes ha traído
consecuencias de enfermedad y muerte a lo largo de la historia, y no sólo por
el asedio a ecosistemas como el Gran Chaco, Las Yungas y la Selva Paranaense,
sino también de la llanura pampeana. Quien lo cuenta es Fidel Baschetto,
veterinario cordobés, docente de la Universidad Nacional en esa provincia.
“Si hacemos historia de las modificaciones ambientales en la
Argentina, han ocurrido hechos que pasaron desapercibidos pero se han
estructurado en un formato de normalidad. Por ejemplo, la conquista de la
llanura pampeana y esta modificación y domesticación a mansalva que se hizo de
ella, provocó una enfermedad que fue y es la fiebre hemorrágica argentina”,
indica. También recuerda que la epidemia de fiebre amarilla, que se cobró la
vida de hasta un 15% de la ciudad de Buenos Aires en el verano trágico de 1871,
tuvo de base la interacción del hombre con zonas prístinas de la selva
misionera.
Fuente: revistaanfibia.com