Cuenta la prestigiosa neurocientífica Sarah-Jayne Blakemore que un amigo suyo siempre conseguía que su hija de diez años dejara de hacer travesuras en el supermercado, junto a su hermana menor, prometiéndole que le cantaría una canción allí mismo. La estrategia siempre surtía efecto, las niñas dejaban de portarse mal y escuchaban su canción favorita. Sin embargo, cuando su hija mayor cumplió trece años, el padre observó que la única forma de conseguir que dejara de enredar con su hermana en las tiendas era amenazándola con cantar. Imaginar a su padre en público era suficiente para que se portaran bien. ¡Cuántos cambios en tan solo unos años y cuántas nuevas oportunidades!
Cambios en el cerebro
adolescente
Los estudios con neuroimágenes de
los últimos años han revelado que la adolescencia constituye un periodo en el
que se produce una extraordinaria reorganización cerebral, tanto a nivel
funcional como estructural, comparable a la que acontece en los tres primeros
años de vida. Y es esta gran plasticidad cerebral la que hace que la
adolescencia sea un periodo de grandes oportunidades, pero también de grandes
riesgos. Así, por ejemplo, el adolescente puede progresar rápidamente en su
desarrollo cognitivo, emocional y social, pero también es más vulnerable a
conductas de riesgo o a trastornos psicológicos.
En términos generales, durante la
adolescencia se dan dos grandes cambios en el cerebro, tanto en el de las
chicas como en los chicos. El primero corresponde a un incremento de la
sustancia blanca (axones recubiertos de mielina) y el segundo a un descenso
gradual de la sustancia gris (estructuras no mielinizadas, como somas
neuronales o dendritas).
En la corteza frontal, a
diferencia de lo que ocurre en otras regiones cerebrales, las sinapsis
continúan proliferando durante toda la infancia y se alcanza un máximo de la
sustancia gris a los 11 años en las chicas y a los 12 años en los chicos,
aproximadamente (Lenroot y Giedd, 2006; ver figura 1). En los años posteriores
va disminuyendo de forma gradual y luego se mantiene bastante estable en la
vida adulta. La eliminación selectiva de conexiones se debe a un proceso de
poda que permite mantener sinapsis que se utilizan y desechar aquellas que no
(a nivel cerebral se aplica aquello de “úsalo o tíralo”) para mejorar así la
eficiencia neuronal. La última región en la que se aprecian este tipo de
cambios es la corteza prefrontal, la sede de las llamadas funciones ejecutivas,
aquellas que nos permiten tomar decisiones adecuadas y que, en definitiva, nos
hacen humanos.
Junto a esto, también se produce
un incremento de la sustancia blanca en la corteza prefrontal durante la
adolescencia. Este es el resultado de un proceso de mielinización que empieza
en la infancia y se prolonga hasta la adultez con el que las neuronas, conforme
van desarrollándose, crean una capa de una sustancia grasa blanca llamada
mielina en torno a los axones que mejora la velocidad de transmisión de
información entre las neuronas y conlleva un aumento de la conectividad entre
las regiones cerebrales (Giedd et al., 2015). La rápida mielinización de las
neuronas en la adolescencia permite coordinar una gran diversidad de tareas
cognitivas en las que intervienen diversas regiones del cerebro, para así ir
mejorando progresivamente su funcionamiento ejecutivo. Y conforme van mejorando
la conectividad y la eficiencia neuronal, se va configurando el cerebro adulto.
Emoción vs control
Los cambios más importantes que
se dan en el cerebro durante la adolescencia no están asociados al desarrollo
de regiones cerebrales sino a un proceso de reorganización que mejora la
comunicación entre las mismas. Estos cambios se dan, principalmente, en la
corteza prefrontal y en el sistema límbico o emocional.
En la actualidad, se cree que lo
más determinante para explicar la conducta típica del adolescente no es
únicamente el desarrollo tardío de las funciones ejecutivas, asociado al lento
proceso de maduración de la corteza prefrontal -que puede alargarse hasta
pasada la veintena-, o los cambios drásticos que experimenta el sistema límbico
durante la pubertad estimulado por las hormonas, sino el desfase temporal entre
ambos procesos (Mills et al., 2014; ver figura 2). La mayor sensibilidad de
regiones subcorticales durante la adolescencia promueve la aparición de
conductas evolutivamente muy arraigadas que animan al joven a explorar nuevos
ambientes, asumir riesgos o alejarse del entorno familiar para entablar
relaciones entre iguales, por ejemplo. Pero la falta de desarrollo de la
corteza prefrontal explicaría su mayor dificultad para controlarse, entender a
los demás o percibir esos mensajes tan importantes en las interacciones
sociales.
Asimismo, las diferencias en el
ritmo de maduración cerebral y en la producción hormonal podrían explicar, en
parte, por qué la adolescencia afecta de forma diferente a las chicas y a los
chicos. Por ejemplo, en las chicas maduran antes regiones de la corteza
frontal, que intervienen en el procesamiento lingüístico o en la inhibición de
impulsos, y el hipocampo, imprescindible en los procesos de memoria y
aprendizaje. Mientras que en los chicos madura antes el lóbulo parietal
inferior, fundamental para las tareas espaciales, o la amígdala (Lenroot y
Giedd, 2010). Y en lo referente a las cuestiones hormonales, sabemos que en las
chicas existe una gran sensibilidad a las relaciones sociales y la liberación
de dopamina y oxitocina producida por los estrógenos explicaría la necesidad
que tienen de compartir experiencias con sus amistades, mientras que en los
chicos el aumento de los niveles de testosterona o de vasopresina justificaría
la falta de interés social o la ansias por ser competitivos, respectivamente,
que tantas veces percibimos en ellos.
El placer de la
recompensa
El proceso de reorganización y
maduración gradual que experimenta el cerebro en la adolescencia afecta a
regiones que regulan la experiencia del placer (recompensa), la forma en la que
vemos y pensamos sobre los demás (cognición social) y cómo nos controlamos
(autorregulación).
Relacionado con la búsqueda de la
novedad y las conductas de riesgo típicas en la adolescencia, se ha comprobado
que en la pubertad, especialmente, existe un incremento en la densidad de
receptores de dopamina (Siverman et al., 2015). Este neurotransmisor asociado a
la curiosidad y a la búsqueda de lo novedoso interviene en el llamado sistema
de recompensa cerebral, el que nos motiva y nos permite aprender. Los
adolescentes resuelven los problemas de forma similar a los adultos y reconocen
los riesgos igual que ellos, pero son más sensibles a las recompensas. O si se
quiere, valoran el premio por encima de las posibles consecuencias negativas. Y
en presencia de sus amigos, el efecto se amplifica.
Gardner y Steinberg (2005)
utilizaron un videojuego en el que los participantes debían atravesar una
ciudad con un coche lo más rápido posible porque cobraban en proporción al
tiempo invertido. En muchas intersecciones del recorrido había semáforos que se
ponían de forma aleatoria en ámbar y ello obligaba a tomar una rápida decisión.
El jugador podía esperar y reanudar la marcha en verde o ahorrar tiempo
atravesándolo en ámbar, aunque se exponía a un choque probable que le
penalizaría con un intervalo de tiempo mayor. Pues bien, cuando los adolescentes
hacen el recorrido solos asumen unos riesgos parecidos a los de los adultos.
Sin embargo, en compañía de sus amigos -incluso cuando no se les deja
comunicarse entre ellos- cambian su forma de conducir e incrementan mucho más
sus riesgos (ver figura 3), algo que no ocurre en los adultos porque siguen
conduciendo de la misma forma aunque tengan al lado sus amigos.
Qué importante para el
adolescente es sentirse aceptado por el grupo de iguales. La respuesta del
cerebro a la exclusión del grupo es similar a la que se observa en situaciones
de amenaza física o de depresión (Masten et al., 2009).
Desarrollo de la
cognición social
El desarrollo de las competencias
sociales que nos permiten interactuar y entender a otras personas también se ve
afectado de forma especial en la etapa adolescente. Imaginemos que participamos
en una tarea típica de laboratorio (Kilford et al., 2016) en la que hay una
estantería con diversos objetos, algunos de los cuales no puede ver una persona
que está situada detrás porque están tapados por un fondo gris oscuro (ver
figura 4a; Director Condition). Esa persona nos pide mover algunos objetos
pero, naturalmente, serán aquellos que él sí puede ver. Por ejemplo, nos puede
decir “Mueve la pelota más grande”. Desde nuestra perspectiva, esa pelota es la
de baloncesto, sin embargo, esa no la puede ver la otra persona, por lo que
debemos ponernos en su situación y entender que se está refiriendo a la de
fútbol. En el laboratorio se suministra este tipo de tareas a adolescentes y a
adultos y también se realizan en una situación de control en la que no hay
persona detrás (ver figura 4b; No Director Condition) y simplemente hay que
aplicar la regla “ignorar los objetos con el fondo gris oscuro”.
Fig 4
Aunque pueda parecer
sorprendente, los adultos cometen un 50% de errores en la tarea en la que han
de seguir las instrucciones de la otra persona y muchos menos cuando solo deben
recordar la regla de ignorar el fondo gris. Como se puede observar en la figura
5, los errores van disminuyendo en las dos situaciones conforme se va
incrementando el rango de edad de los participantes. Pero al comparar los dos
últimos grupos, el de los adolescentes entre 14-17,7 años y el de los adultos,
no hay casi variación en la condición ‘sin director’, pero sí que existe una mejora significativa
en la condición ‘con director’. Es decir, el adolescente emplea de la misma
forma que el adulto las estrategias cognitivas básicas, pero le falta
desarrollar la capacidad para interpretar las acciones ajenas, lo cual es
imprescindible para navegar con rumbo en el océano de las relaciones sociales.
Fig 5
Un mayor conocimiento del cerebro
adolescente posibilitará optimizar su desarrollo, pero también nos ayudará a
diferenciar las conductas típicas de esta etapa y las enfermedades mentales.
Porque, con la excepción del TDAH, los trastornos de aprendizaje o el autismo,
por ejemplo, la gran mayoría de trastornos, como la depresión, la anorexia o la
bulimia, el trastorno bipolar, los trastornos de ansiedad, la drogadicción o la
esquizofrenia, se inician en el periodo comprendido entre los 10 y los 25 años
de edad (Lee et al., 2014).
Importancia del
contexto
La inclinación a tomar riesgos en
la adolescencia ha demostrado tener un valor adaptativo porque, en muchas
ocasiones, el éxito en la vida requiere afrontar situaciones menos seguras. Al
igual que ocurre con la tendencia a relacionarse con iguales -los compañeros de
la misma edad ofrecen más novedades que el entorno familiar ya conocido-, las
conductas de riesgo entre los adolescentes se han observado en todas las
culturas, aunque en grado diferente (Steinberg, 2014). Esto sugiere que, en
lugar de intentar cambiar la naturaleza adolescente, deberíamos incidir en el
contexto en el que estas inclinaciones naturales se dan. Por ejemplo, muchos
programas educativos de prevención -como los de embarazos no deseados o de
consumo de alcohol- asumen que los adolescentes pensarán en las consecuencias
futuras de sus actos en estados de alto impacto emocional (no lo harán) o que
asumen riesgos porque no están bien informados sobre esas consecuencias (no son
conscientes de ello).
Otro enfoque diferente que no se
limita a suministrar información sobre las actividades de riesgo y que está
mucho más en consonancia con las necesidades cerebrales del adolescente es el
de los programas que inciden en la mejora de la autorregulación. Y aunque la
contribución de la escuela puede ser importante, la incidencia del entorno
familiar es fundamental. Los hijos de padres que captan sus necesidades
afectivas, fijan límites adecuados y fomentan una autonomía que les permite
desarrollar todo su potencial tendrán una mayor probabilidad de mejorar su
autorregulación y tener éxito en la vida (Luyckx et al., 2011).
También puede resultar muy
beneficioso para los adolescentes, especialmente para aquellos que pertenecen a
entornos socioeconómicos desfavorecidos, participar en actividades
extraescolares bien estructuradas y supervisadas por los adultos, como en el
caso de los deportes o del teatro. De hecho, las decisiones que toman los
adolescentes en presencia de un adulto ligeramente mayor que ellos son mucho
más prudentes que las que toman en presencia de sus compañeros y similares a lo
que deciden cuando están solos (Silva et al., 2016; ver figura 6).
El poder de la
autorregulación
La capacidad de controlar
nuestras acciones depende de la integridad del sistema de funcionamiento
ejecutivo, una red extensa distribuida fundamentalmente en la corteza
prefrontal. El lento desarrollo de esta región -la más moderna del cerebro,
pero también la más vulnerable- hace que el desarrollo de la autorregulación
sea el gran objetivo que deberíamos perseguir los educadores, especialmente en
la adolescencia, y más ahora que constituye un periodo más amplio. Pero ello
requiere ir más allá de la enseñanza de competenciales académicas que tienen
una incidencia menor en el desarrollo de la persona y en su éxito en la vida.
Sabemos, por ejemplo, que el estrés, la tristeza, la soledad o la fatiga pueden
perjudicar el buen funcionamiento de la corteza prefrontal e interferir con el
autocontrol a cualquier edad, pero la incidencia será mayor cuando su
desarrollo es parcial, como en el caso de los adolescentes. Afortunadamente,
disponemos de múltiples evidencias empíricas de distintos tipos de programas
que pueden beneficiar el desarrollo de la necesaria autorregulación,
imprescindible para el desarrollo académico y personal del joven. Según
Steinberg (2014), las estrategias más útiles para el adolescente provienen del
entrenamiento cognitivo, el ejercicio aeróbico, el mindfulness y los programas
de educación emocional.
En lo referente al contexto
escolar, los programas de ejercicio físico con adolescentes constituyen una
estupenda forma de entrenamiento ejecutivo y son muy adecuados para combatir el
estrés, mientras que los programas de educación socioemocional son
imprescindibles en el desarrollo de competencias emocionales básicas, algunas
de las cuales se refuerzan cuando se integra el mindfulness en las actividades.
Y no olvidemos la importancia de la educación artística en el entrenamiento del
autocontrol, como en el caso del teatro. Cuando el niño o el
adolescente cante o actúe inhibirá los impulsos, no se distraerá y estará
orgulloso de mostrar el resultado final a sus compañeros. Y eso ocurre porque
encuentra motivadoras las actividades propuestas. Esa es la clave de la
efectividad de las tareas lúdicas, deportivas o artísticas.
Del problema a la oportunidad
La gran plasticidad del cerebro
durante la adolescencia convierte esta etapa en una oportunidad fantástica para
el aprendizaje, el desarrollo de la creatividad y el crecimiento personal del
estudiante. Tanto que algunos autores sugieren que la adolescencia podría
representar un nuevo periodo sensible en el desarrollo cerebral, tras las
ventanas plásticas tempranas asociadas al desarrollo sensorial, motor o del
lenguaje (Furhmann et al., 2015).
Conocer las particularidades del
desarrollo cerebral hará que no estigmaticemos las conductas típicas observadas
y entendamos que el adolescente necesita nuestra guía, supervisión y
comprensión. Como el cerebro adolescente es especialmente sensible a lo
novedoso, sería interesante implicar a los alumnos en actividades que
constituyan retos estimulantes que les permitan amplificar esas ansias que
muestran por ser creativos. El adolescente busca nuevas expectativas y quiere
investigar sobre su propia identidad por lo que nada mejor que animarle a
adoptar formas de pensamiento abiertas, lo cual puede conseguirse a través de
proyectos transdisciplinares como los APS (aprendizaje-servicio), una estupenda
forma de vincular el aprendizaje a situaciones reales y de fomentar la
cooperación o el análisis crítico, entre otras muchas competencias esenciales
en los tiempos actuales. Porque los estudios longitudinales con adolescentes
revelan que el mejor rendimiento académico y las relaciones más satisfactorias
entre compañeros están asociadas a un trabajo cooperativo en el aula y no a uno
individualista (Roseth et al., 2008). Por otra parte, cuando se les hace
preguntas del tipo “¿Cómo se podría mejorar el mundo?” y se les pide que
vinculen la respuesta a lo que están aprendiendo en la escuela, la reflexión
sobre la contribución al bienestar ajeno impulsa su motivación hacia el
aprendizaje y fomenta su autorregulación (Yeager et al., 2014). Y es que así
somos los humanos, seres sociales con una capacidad de cambio, adaptación y
aprendizaje única. Especialmente, en la adolescencia. Gracias a nuestro
cerebro. Fuente: escuelaconcerebro.wordpress.com
Jesús C. Guillén
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