Ezequiel
Adamosky es doctor en Historia, investigador independiente del Conicet y
recibió hace pocos días el premio Houssay por su labor en el área de las
Ciencias Humanas. Le fue entregado en la Casa Rosada en los días que estuvo
tomado el Ministerio de Ciencia y Técnica por el recorte presupuestario.
Aprovechó la ocasión para entregar una carta de respaldo a la protesta, firmada
por todos los distinguidos por ese premio; estuvo presente luego en la toma y
participó activamente del debate en las redes sociales, contestando ataques que
-según demuestra una investigación de la revista de divulgación científica El
gato y la caja– estuvo orquestada, seguramente
desde call centers contratados por… Toda esta experiencia le dejó como saldo un
tema para seguir pensando y que desarrolla en este artículo: a pesar de los
argumentos salvajes y pagos, es necesario explicar a la sociedad por qué
financiar estudios sobre Ciencias Sociales.
(Ezequiel Adamovsky, para
lavaca) Durante el reciente conflicto
por los recortes de fondos en CONICET, el organismo recibió ataques inéditos en
las redes sociales, lamentablemente levantados por la prensa como si se tratase
de un “debate”.
Desde Twitter se convocó a la
indignación por el hecho de que el Estado estuviera financiando lo que
consideraban “investigaciones inútiles”.
Con nombre y apellido, se pusieron en circulación títulos de publicaciones
sobre temáticas que sonaban irrelevantes, incluso ridículas. Aparentemente
parte de ese ataque fue políticamente orquestado. Así y todo, es importante
hacerse cargo de los cuestionamientos.
¿Es realmente necesario que los
dineros públicos se destinen a estudiar la revista Billiken o el teatro español
del Siglo de Oro? ¿Sirve para algo que se investiguen las historietas de
Fontanarrosa, las letras de cumbia, las antiguas literaturas escandinavas o la
historia rusa del siglo XVIII?
Para entender por qué lo es, es
preciso conocer cómo se organiza la producción científica en esas áreas y los
modos a veces invisibles en que los saberes que producen impactan en la vida
social.
Aquí van algunas
claves.
Para empezar, las investigaciones
en ciencias sociales y humanidades sirven para muchas cosas bien concretas. Por
dar algunos ejemplos: gracias a los geógrafos tenemos mapas y entendemos mejor
los problemas de las economías regionales; sin los sociólogos no sabríamos cómo
generar estadísticas sobre la pobreza ni cómo realizar encuestas; los
antropólogos llevan a cabo una labor indispensable para el desarrollo de
políticas enfocadas a los pueblos originarios; sin filósofos no podrían
funcionar los comités de ética que debe haber en hospitales y en otras
reparticiones públicas, etc. Podrían sumarse numerosos ejemplos a esta lista.
Además, las investigaciones y debates que promueven los historiadores,
antropólogos, geógrafos, sociólogos, etc. con frecuencia proveen ideas,
información y conceptos para ayudarnos a entender el mundo en el que vivimos,
quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos. Ayudan a pensar los
problemas colectivos que enfrentamos y a imaginar maneras más justas de
organizar la vida social. Aportan inclusive algunos de los términos que luego
se vuelven de uso común. En nuestro país, “populismo”
y “clientelismo” –dos conceptos
fundamentales de los debates actuales– se pusieron en circulación originalmente
entre investigadores, luego fueron retomados por la prensa y finalmente por el
público general.
Claro que también hay temas cuya
aplicabilidad práctica parece menos evidente, algunos de los cuales motivaron
las críticas al CONICET. En el terreno específico de las Humanidades
(disciplinas como Historia, Antropología, Letras o Filosofía), las
investigaciones del CONICET están en sintonía con lo que los organismos de
Ciencia y Técnica hacen en todo el mundo. El CONICET brasileño (CNPq), por
ejemplo, sostiene proyectos sobre temas como la filosofía de Kant, los
manuscritos jesuíticos del siglo XVIII, la música en Angola o el debate de
ideas en la Francia del siglo XVI. En los últimos años, el CONICET británico
(el AHRC) financió trabajos sobre la acústica de las cuevas prehistóricas, la
homosexualidad en la antigua Grecia, la poesía de Baudelaire o el arte en islas
Fiji, entre muchas otras. De hecho, en 2016 el AHRC entregó fondos importantes
para que una investigadora inglesa estudie la revista Billiken. Ni en Argentina
ni en Gran Bretaña se trata de un absurdo: es la revista infantil más longeva
del mundo. Su trayectoria permite entender mejor cómo hemos pensado (y cómo
queremos pensar hoy) nuestra relación con los niños y con su educación. Y es
también perfectamente normal que se estudien expresiones de la cultura de masas
actual, para entender, por ejemplo, cómo se reproducen formas de discriminación
de las mujeres o de las minorías étnicas, o cómo van cambiando las identidades
nacionales, o el modo en que la cultura global afecta los escenarios locales.
El CONICET norteamericano (NEH), por caso, financió a un investigador de ese
país para que estudie las canciones de Sandro y la música de Gustavo
Santaolalla.
¿Por qué se financian temas que
parecen ser tan poco “útiles”? En
todas las ciencias, estudiar alguna cosa pequeña y en apariencia irrelevante
con frecuencia es un paso dentro de un programa más amplio, cuya importancia no
se nota si uno mira solamente esa pieza. Los investigadores solemos ir
publicando cada parte por separado, en artículos de revistas especializadas o
en congresos, hasta que estamos en condiciones de unirlas a todas en un gran
rompecabezas. Por ejemplo, podría parecer que estudiar las historietas de
Fontanarrosa es una estupidez. Pero gracias a ello Néstor García Canclini pudo
entender cómo funciona hoy la cultura latinoamericana y formular una teoría acerca
de la cultura de masas en el escenario global. El concepto de “hibridación” que él desarrolló se
estudia hoy en universidades de todo el mundo.
Además, en la investigación
científica, buena parte de los descubrimientos y desarrollos se dan “por casualidad”, mientras uno busca
entender o estudiar otra cosa. Se calcula que no menos del 30% de los
descubrimientos científicos en las ciencias “duras” tienen ese origen. Esas felices “casualidades” se vuelven más frecuentes a medida en que se acumulan
más investigaciones, cuyos resultados permiten “atar cabos” y arribar a conocimiento nuevo. En ese sentido, no
puede saberse de antemano qué investigación resultará “útil” (o dicho de otro modo, no existe indagación de la que pueda
asegurarse que es “inútil”). En las
humanidades pasa algo similar. Con permiso del lector, me permito dar un
ejemplo personal. Alguna gente conoce mi trabajo sobre la historia de la clase
media argentina, una cuestión que (espero) puede juzgarse como no del todo
irrelevante. Lo que nadie sabe es cómo llegué a ese tema y de dónde saqué las
herramientas para abordarlo. Ciertamente, no fue desde un interés inicial por
la historia de la clase media, ni siquiera por la de la Argentina. Sería largo
explicar los detalles, pero créanme que desarrollé el interés por ese tema y
adquirí la perspectiva y las herramientas metodológicas que me permitieron
investigarlo a partir de un proyecto anterior, que indagaba sobre la imagen de
Rusia entre los franceses del siglo XVIII. Sobre eso fue mi investigación
doctoral. No tengo dudas de que este tema podría haber sido juzgado como “irrelevante” por los tuiteros que
atacaron al CONICET. Por supuesto que no lo es, aunque aquí no tenga espacio
para explicar por qué. En cualquier caso, sin haber pasado por ese tema, yo no
habría concebido mi trabajo posterior sobre la clase media argentina.
Por lo mismo, a veces un
rompecabezas no lo arma un investigador individualmente, sino el trabajo
colectivo de la comunidad científica. Algunas indagaciones pueden parecer totalmente
inútiles y permanecer muchos años sin que nadie les preste atención, para luego
alimentar algún descubrimiento innovador. Doy el ejemplo más extremo que
conozco. En el siglo XVII el filósofo Baruch Spinoza presentó ideas sobre el
modo en que los cuerpos físicos se afectan unos a otros. Mucho tiempo después,
a comienzos de nuestro siglo, académicos de diversas disciplinas comenzaron a
aplicarlas para entender, entre otras cosas, el modo en que las ondas sonoras
afectan al cuerpo humano y la vida social. Lo de Spinoza fue “inútil” durante siglos, hasta que
alguien le encontró una aplicación práctica.
Además, incluso las indagaciones
humanísticas en apariencia más fútiles nutren también, de manera capilar, el
desarrollo cultural del país, sin que se note a simple vista. Alguien podría
preguntarse, con justa razón, “¿Me
beneficia en algo que haya especialistas en literaturas escandinavas antiguas?”.
Aunque pocos lo sospechen, hay una respuesta afirmativa para esa pregunta.
Buenos Aires es considerada “capital
cultural” de América Latina, entre otras cosas, por los escritores de
renombre mundial que tuvo y tiene, por su robusta industria editorial, por sus
notables librerías, por ser uno de los polos de innovación teatral más
importantes del mundo, por sus museos, por sus debates intelectuales. Esa
consideración no sólo es motivo de orgullo para todos los argentinos: el Estado
y las agencias de viajes la usan incluso como argumento para atraer turistas.
Nada de todo eso existiría sin escritores, artistas, directores de teatro,
curadores de museos, críticos de arte e intelectuales. A su vez, su talento no
viene de la nada: la gran mayoría de ellos se forma en nuestras universidades,
leyendo investigaciones sobre sus respectivas áreas y adquiriendo conocimientos
universales. ¿Qué aportó concretamente el saber sobre literatura escandinava
medieval? Pocos lo recuerdan, pero Jorge Luis Borges fue un especialista en esa
materia, sobre la que dictó clases en la Facultad de Filosofía y Letras de la
UBA durante muchos años. Borges es mundialmente celebrado como uno de los
mejores escritores de todos los tiempos, entre otras cosas, por el carácter “universal” de su literatura. Y los
especialistas en su obra concuerdan en que ese carácter viene del amplio
conocimiento que él tenía sobre las literaturas mundiales, la escandinava en
particular. En otras palabras: Borges no habría sido Borges si no hubiese
contado con saberes especializados sobre poesía inglesa o islandesa del
medioevo (ámbito al que, además, dedicó algunos de sus cuentos y poemas). Y sin
los Borges, sin Cortázar, sin Beatriz
Sarlo, sin Rafael Spregelburd, sin Javier Daulte (por mencionar algunos de los
creadores que pasaron por nuestras universidades), Buenos Aires no sería “capital cultural”.
En los últimos años el Estado destinó a Ciencia
y Técnica alrededor de un 0,7% de su presupuesto, lo que supone una inversión
proporcionalmente mucho menor a la de los países desarrollados e inclusive a la
de muchos de los menos avanzados. De esa porción, el CONICET recibe
aproximadamente la mitad (el resto va a otras dependencias). Los que nos
dedicamos a ciencias sociales y humanas somos sólo el 22% de los investigadores
de CONICET. Y de ese 20%, quienes nos ocupamos de temas propiamente “humanísticos” sin aplicabilidad práctica
directa somos a su vez sólo una porción. Los salarios que recibimos, por otra
parte, son bastante más bajos que los de los investigadores brasileños o
mexicanos (para no mencionar los de los países del hemisferio norte) y suelen ser
menores a los de un obrero calificado argentino. Por supuesto que, más allá de
todo esto, es nuestra obligación bregar para que nuestras indagaciones tengan
toda la transferencia posible a la sociedad que las financia. Y siempre se
puede hacer un poco más en ese sentido. Pero los ciudadanos de este país pueden
estar tranquilos de que los modestos fondos públicos que recibimos quienes
investigamos en disciplinas humanísticas no caen en saco roto. Fuente: www.lavaca.org/