La
enfermedad revela la torpeza de los gobiernos autoritarios populistas de
derecha que atacaron a la ciencia y la salud pública
Las epidemias regresan cada
cierto tiempo para recordarnos nuestra vulnerabilidad. Vulnerabilidad ante la
enfermedad y ante el poder. En pocos meses, algo que parecía una catástrofe
distante se ha convertido en una tragedia cotidiana. Esta enfermedad producida
por un insidioso agente infeccioso —popularmente conocida como coronavirus— se
ha extendido a casi todos los rincones del planeta; revelando la torpeza de los
gobiernos autoritarios populistas de derecha que atacaron a la ciencia y la
salud pública —seguramente para que sus seguidores no piensen racionalmente— y
crearon las condiciones para la desinformación, el estigma y el caos que ahora
sufrimos.
Esta pandemia no es más que la
última de una triste secuela que empezó en los años ochenta del siglo pasado
cuando la mayor parte de los gobiernos del mundo abrazaron el neoliberalismo y
su envenenada doctrina que pregonaba una drástica reducción del gasto público y
el desmantelamiento de la intervención del Estado en los programas sociales. De
esta manera se creó una cultura adonde el lucro estaba por encima de todo y de
todos; adonde valía el recorte de los recursos humanos de los sistemas de
salud, tanto nacionales como internacionales, y donde se banalizaron un rosario
de desastres sanitarios como el sida, dengue, SARS, H1N1, ébola, zika y ahora
la epidemia que nos abruma.
Estas epidemias magnificaron la relación entre los
sistemas económicos injustos y las adversas condiciones de vida, y confirmaron
la persistencia del racismo (solo basta recordar las infelices frases del
presidente de los Estados Unidos sobre un virus foráneo y su deliberada
asociación con los chinos que ha alentado actos de violencia contra la
población de origen asiático). Una doctrina que idealiza el estilo de vida y
que guarda silencio sobre la vulnerabilidad estructural en que viven la mayoría
de las personas. No es que no sea importante la higiene personal y el
autoaislamiento; pero estas medidas no reflejan la realidad de una gran mayoría
de familias pobres de comunidades periurbanas que sobreviven apiñadas en
espacios diminutos con acceso limitado al agua, distantes de centros de salud y
con personas mayores ya víctimas de los principales determinantes sociales de
las enfermedades respiratorias: la pobreza, la falta de abrigo y descanso
adecuados y la mala alimentación.
Las pandemias antes mencionadas
surgieron o se agravaron por la discriminación, el deterioro del cambio
climático, la violencia contra la naturaleza ejercida por fuerzas extractivas
sin regulación y la negación de los derechos humanos, como el derecho a la
salud de cualquier persona, que abierta o subrepticiamente glorificó el
neoliberalismo. Estos llegaron con una trivialización de muertes y enfermedades
evitables y la reproducción de estereotipos criminales contra las víctimas de
las epidemias como las minorías sexuales, los pobres, los indígenas y las
mujeres. La terrible epidemia que estamos viviendo es el testimonio no solo de
las fuerzas económicas, sociales y ambientales que desató el neoliberalismo
sino de su incapacidad de construir un futuro inclusivo. También marca la
erosión, casi irreparable, de una de las leyes supranacionales más valiosas y
que ahora casi nadie recuerda: el Reglamento Sanitario Internacional del 2005.
Según este Reglamento, que todos
los países del mundo firmaron, la Organización Mundial de la Salud (OMS) iba a
coordinar las repuestas a las pandemias. Fue hecha después de numerosas
discusiones de acuerdos fundamentales que se remontan a comienzos del siglo XX.
Como es evidente casi desde el inicio de covid-19, cada país, estado o
municipio ha hecho lo que ha querido, citando cuando le conviene a la OMS. Es
importante recordar la recurrente falta de financiamiento internacional que
tuvo ese Reglamento y la persistente deslegitimación de esta agencia multilateral
de Naciones Unidas —que provocó que las respuestas al ébola en África de hace
pocos años fuesen tardías—. Asimismo, es importante mencionar la diferencia
entre la crisis económica del 2008 y la crisis de salud del 2020.
En el 2008 el
Gobierno norteamericano consiguió en pocos días más de 700 mil millones de
dólares para salvar a los bancos privados. En contraste, en la epidemia de
covid-19, el Gobierno norteamericano inicialmente pidió al congreso
norteamericano solamente poco más de dos mil millones de dólares (felizmente el
congreso aumentó en algunos miles de millones más esta cifra, pero los recursos
son todavía claramente insuficientes). A eso se suma el hecho que en los
últimos años la Casa Blanca cortó cerca de 700 millones de dólares para uno de
los mejores centros epidemiológicos del mundo, el Centers for Disease Control,
y acabó con el equipo encargado de vigilar los brotes epidémicos
internacionales que funcionaba al interior de la Presidencia de los Estados
Unidos.
La recurrencia a usar fondos públicos para los ricos en esta emergencia
está escondida en una medida de algunos gobiernos para “estabilizar la economía.” El Gobierno de los Estados Unidos va a
inyectar poco más de un billón de dólares, de los cuales solo un pequeño
porcentaje irá directamente a las familias más necesitadas y las pequeñas
empresas, mientras que el grueso será usado para rescatar a empresas privadas
tangenciales a los pobres, como las cadenas de hoteles de cinco estrellas, los
conglomerados de aerolíneas, las empresas de cruceros y los restaurantes de
lujo.
A pesar de ello, a veces las
calamidades nos presentan oportunidades únicas para reflexionar y ser mejores.
En un mundo donde diferentes escándalos compiten para acaparar los medios de
comunicación, las enfermedades epidémicas son una ocasión para que la salud
pública, los científicos y los historiadores de la salud revindiquemos en voz
alta la importancia de nuestros trabajos.
Para recordar la relevancia de
enfermedades endémicas prevenibles que siguen azotando a la sociedad y con cuya
existencia nos hemos vuelto transigentes. Para cuestionar las prioridades del
mundo adonde la mayoría de los gastos de los Estados se van en armas y adonde
celebramos el dispendio de sumas millonarias en el opio del pueblo: las élites
del futbol y del cine. También, para desenmascarar la letalidad del
negacionismo científico, para reivindicar la importancia crucial de la
prevención y la solidaridad y para redirigir los fondos y los funcionarios
públicos que no pueden ser sirvientes de los intereses económicos privados.
Algunos historiadores nos hemos
dedicado alguna vez a pensar las epidemias y hemos concluido que la ausencia de
liderazgo de gobernantes ciegos, así como la xenofobia y la desesperación
agravan la calamidad. En el caso de covid-19, existen temas urgentes que
requieren del concurso de profesionales de las ciencias socio-médicas como la
adhesión de la población a los consejos médicos, la organización de los
recursos humanos para hacer frente a las limitaciones de hacer los exámenes y
los centros médicos desbordados y para responder con justicia social al grave
impacto económico que se proyecta. Como en las valerosas respuestas a otras
epidemias de parte de la comunidad, sanitaristas y científicos es importante
responder al presente y al mismo tiempo mirar al futuro. Al parecer, en países
pobres y de ingresos medios los medios efectivos más baratos son el
distanciamiento social (por lo menos un metro y medio entre las personas), las
cuarentenas y —además de la cancelación de eventos y reuniones— la suspensión
del transporte público, que se está convirtiendo en el gran vector urbano de la
Covid-19.
Según el historiador de la
medicina Charles Rosenberg, las epidemias tienen un ciclo que empieza por la
negación, pasa por la resignación y acaba en el olvido. Como en otras epidemias
uno de los principales peligros que enfrentamos no es solamente que se
intensifique la globalización de la Covid-19 sino que cuando pase la tragedia
volvamos a ignorar a la ciencia y la salud pública; que se pierda una oportunidad
para acabar con la retroalimentación entre respuestas fragmentadas e
insuficientes y la recurrencia de las epidemias. La esperanza de quien escribe
es que ahora la historia sea diferente: que podamos no solo controlar, mitigar
y planificar las medidas de salud pública sino acabar de convencernos de que la
salud pública es intrínsicamente global y que debemos dedicar ingentes recursos
a la gobernanza sanitaria mundial y a la investigación; incluyendo la
investigación histórica, que nos puede decir mucho más de los desafíos de la
salud del pasado para comprender y actuar en el presente y planificar con
esperanza el futuro.
Marcos Cueto es historiador de la
medicina, Fiocruz, Brasil. Fuente: elpais.com