Eso se
pregunta Soledad Barruti en su libro "Malcomidos", una extraordinaria
radiografia de la industria alimentaria argentina, que en el nuevo siglo se
empeña en multiplicar antes que en agregarle calidad a los alimentos. Son 450
páginas en donde además cuestiona la producción de soja y de carne roja. Un
libro para leer y compartir, pero también para entender el lado más oscuro de
la comida.
Todo empieza con una historia
familiar en la que una abuela (Wanda) cocina dos pollos semanales que además de
vistosos tienen gusto a pollo. Esa es la punta del ovillo a partir de la cual
la escritora y periodista Soledad Barruti desenvuelve la trama de la
agroindustria argentina en su libro "Malcomidos.
Cómo la industria alimentaria argentina nos está matando", de
editorial Planeta.
Se trata de una descomunal
investigación sobre cada alimento que nos llevamos a la boca. Empieza por la
industria de producción de pollos, pero atiende todos los aspectos. De las
consecuencias -sociales, económicas- que provocó esta factoría aviaria en que
se ha convertido el país habla el libro. "Por los alimentos que reciben las gallinas en las granjas, la falta de
sol y movimiento, tienen dos tercios más de colesterol, tres cuartos más de
grasas saturadas, dos veces menos de omega 3 (o grasas buenas, que
contrarrestan el colesterol), tres veces vitaminas E y A, siete veces menos de
betacaroteno que los huevos naturales y 50 veces más posibilidades de estar
infectados con Salmonella, una bacteria que aparece a granel en los
establecimientos", dispara en la primera parte del libro.
Esa anécdota inicial de la abuela
cocinándole a la familia, además de una buena excusa para hablar de la
industria, funciona como una puerta de entrada al universo agroindustrial, a
los cambios violentos que produjo en los últimos años para volverse esto que es
ahora: un mundo en donde interesa más la cantidad que la calidad.
Argentina produce 600 millones de
pollos por año y 8.000 millones de huevos. ¿Pero bajo qué condición viven esos
animales? Y eso, ¿en cuánto incide en la calidad de la carne que comemos sin
saber ni una sola parte de este tenebroso proceso productivo?
Responde la autora de "Malcomidos". "Con el avance científico y productivo, lo
natural fue volviéndose cada vez más un sinónimo de salvaje y retrógrado,
además de sospechoso para la salud. El nuevo paradigma de la alimentación pide
control y seguridad desde el origen", escribe. En ese contexto, dice
Barruti, la industria del pollo se preocupa "por saber qué y cuánto darle de comer a los animales para que crecieran
lo más rápido posible en el menor tiempo y espacio".
La periodista no hizo periodismo
de escritorio. Viajó a la capital nacional de la avicultura: la entrerriana
Crespo. Visitó granjas pequeñas y grandes, productores que se expandieron al
compás de la "integración"
que pregonan las grandes marcas de pollos. Escribió: "El olor del gallinero es ácido, como un baño químico después de un
recital. El sonido de las 10.000 gallinas que cacarean una sobre la otra es un
único grito que aturde. Y la imagen: las jaulas no tienen más de 20 por 20
centímetros, pero por dentro contienen 5 o 6 gallinas cada una. El gallinero
son inmensas paredes tapizadas de animales que gritan y defecan sin parar y
cada tanto expulsan un huevo que rueda hacia una canaleta que una las jaulas
horizontalmente".
La diferencia puede ser sutil,
pero no lo es: la industria de la comida no produce alimentos. O si, pero los
llama productos, como si los porotos no salieran de una planta, como si el maíz
hubiera dejado de desgranarse del choclo. Como si los pollos no salieran del
famoso cruce entre un gallo y una gallina. Y en efecto, descubre Barruti, esto
es así: los pollos no necesitan sino de un tubo de ensayo para engendrarse. Y
eso ha repercutido en el mercado, pues los consumidores no quieren ya "someterse" a una carne más fibrosa
(y más sana) como la de los pollos de antes, en vez esta, pulcra y sin gusto,
que producen en cantidades industriales gracias a pollos que comen sin parar
porque no les dejan distinguir el día de la noche. El 99 por ciento de los
pollos que comemos tienen esa genética.
Además de estar bien escrito, el
libro de Soledad Barruti les provoca a los lectores esa sensación que también
provocan las grandes películas: uno nunca vuelve a ser el mismo después de
haberlo leído. Como tampoco es el mismo después de saber que los pollos que nos
llevamos a la boca están plagados de antibióticos y sobrealimentados; que la
prepotencia de la soja transgénica desplaza a la población y a la que no, la
intoxica con glifosato; que las vacas cada vez más lejos del pasto y más cerca
de los feedlots, donde las vacas dejan de ser animales para transformarse en
reses a las que engordan a contrarreloj. Pero el libro de Barruti no habla sólo
de eso: se pregunta por qué nadie cuestiona estas maneras, violentas, de
producir cada vez más comida sin medir las consecuencias que provoca en esos
que están afuera: la gente. Fuente: revistaelfederal.com/
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